San Pedro
¿Qué sería de mi viejo amigo el Patán, si de chiquito se hubiese comido toda la sopa?
¿Qué hubiese sido de mi, si hubiese salido como un loco desaforado detrás de todo lo que me intriga?
La calle anida a personajes extraños, que en ocasiones llegan a convertirse en esotéricos. Quisiera que imagines la típica tiendita de barrio y tu cara de gil, al ver que en la billetera no tienes más que tres tristes pesos. Y esa cara la puedes dibujar sobre el cuerpo de fakir de un ingeniero regresado de Alemania cuya filosofía se resume en la creencia de que no hay mejor forma de acabarse la plata que comprando cerveza y aplanchados. Ahora tiéndete al sol, en la grada que da a la calle y siente cómo se te calientan los brazos y la cerveza corriendo glacial desde tu boca hasta desaparecer en un manantial de resaca.
Mientras conversaba a calzón quitado sobre la cuadra con el Patán, apareció encorvado parsimonioso y alegre un indígena de avanzada edad, vestía desaliñado un traje y en su cara arrasada por el ancestral coexistir andino de la lluvia y el sol equinoccial, se dibujaba una cálida sonrisa justo debajo de los cuatro pelos que integraban su barba rala. Con mirada dulce le dijo al Patán:
“Has venido por aquí patrón”
Y se acercó a darnos la mano como respetando un protocolo inmemorial. Recibo un codazo en el costado por parte de mi amigo y entiendo inmediatamente que es necesario ofrecer parte de nuestras provisiones, accedo sin reprochar. De la bolsa de celofán acomodo un par de aplanchados y se los extiendo al aparecido octogenario, él los toma entre sus manos, los desmenuza con ternura como si fuesen palomas a punto de salir volando y dice:
“Polvo, todo es polvo”
Los ojos del Patán se cruzaron con los míos como queriendo buscar concordancia frente a la profundidad de la frase que acabó de hundirnos simultáneamente en un plano subliminal. El anciano entonces, volteó a mirarme a los ojos, para conectarme súbitamente con su mirada como si me conociese de toda la vida, abrió la boca de nuevo:
“Verás… Dios dispuso las cosas como están, COGERÁS”
Mi quijada procedió casi automáticamente a colgarse y mi rostro se quedó petrificado. Luego el anciano regresó a verle al Patán, que ya estaba atrincherado bajo un sorbo interminable de cerveza y le dedicó otro comentario:
“Comerás todo”
La carcajada subsiguiente nos lanzó de nuevo a la realidad, como si hubiésemos estado levitando por acción de una fuerza misteriosa que en ese preciso momento cesó por completo. La despedida fue igual de cálida que la bienvenida, inclusive fuimos invitados a visitarlo en su casa el próximo fin de semana, acto seguido nuestro extraño amigo volteó calmoso para emprender su caminata, a un ritmo de apenas un paso cada 3 segundos. Una vez que dejamos de verlo por el quiebre de la pared esquinera, el Patán me aseguró que si ese rato nos levantábamos a observar, ese man ya habría desaparecido. Instantáneamente nos pusimos de pie y sacamos las cabezas sincronizadas y raudas como un par de conejos en un campo silvestre.
La calle estaba desierta.
No cruzamos palabra con el Patán hasta que el bus apareció. Al subirnos accedimos a sentarnos en la parte de atrás. Una vez abandonado el sitio, el habla regresó y no tardamos en ponernos de acuerdo en que habíamos sido abordados por el mismísimo San Pedro.
Unas cuadras más tarde el bus se detuvo ante la figura grácil y elegante de una mujer joven, quien no tardó en abordar. Procedí entonces a exponerle al Patán que si San Pedro me dijo que Dios dispuso las cosas como están, aquella mujer hermosa se había subido sola ese mismo instante a ese preciso colectivo por alguna buena razón. Tenía que ir a hablarle y el Patán tenía que comerse no más todo lo que se le antojase.
¿Y ahora qué le digo Patán?, procedí a inquirir infructuosamente.
Bueno, aunque ninguno de los dos atinaba qué decir acordamos por lo menos ir a admirarla de cerca. Cuando nos sentamos a sus espaldas, el Patán víctima de los nervios notó haber olvidado su paraguas. Permiso, permiso, me dijo, y al levantarme para darle paso, pude mirar el rostro perfecto de la joven que me dedicaba su perfil, recordé las palabras del anciano y sentí un calor que me recorrió desde la punta de los pies hasta el último de mis cabellos y sin pensarlo dos veces, puse cara de Navidad y pregunté:
¿Saldrías con un tipo que conociste en un bus?
Entonces como un rayo de luz, la sonrisa iluminó la cara de la bella dama y entre carcajadas mencionó su respuesta, mientras el Patán se revolcaba de la risa en el asiento de atrás recriminándome por ser tan directo.
Lo que siguió, sinceramente quisiera vivirlo y no relatarlo. Quizá la historia siga el curso natural que fue vaticinado. Sólo sé con certeza que todavía circulan por mi mente las palabras mágicas que recibí de aquel anciano místico y que el Patán ha aumentado su apetito considerablemente desde esa mañana.
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