Las calles coloniales se dibujan como un campo descuidado, víctimas del tiempo y la contaminación, quisiera poder decir que son hermosas, pero en realidad no. Apenas pienso en ello se me viene a la mente ese viejo graffiti “no hay mujeres feas sino bellezas raras”, creo que la frase le pega perfecto a este callejón. Quedé de verme con Byron a las 14.00 en punto, y voy adelantado con
Me gusta la gente puntual, durante mis 29 años de vida he aprendido a hacer de ese indicador mi primer elemento de juicio para descartar conocer a alguien. Cuando doblé la esquina alcancé a ver sus zapatos saliendo de la pared, sabía que era el Byron, con su onda humilde y sus 12 añitos me debe haber estado esperando desde hace tiempo pensé. ¿Has sentido ese hilito de misterio que parece tensionarte hacia atrás cuando estás apunto de hacer algo que piensas que va a cambiar tu vida? El tirón duró poco, se me diluyó en su sonrisa, que brillaba cálida debajo de la gorra del grupo policial de operaciones especiales, al buen Joey también pareció agradarle de primera mano.
Emprendimos camino hacia el parque en la punta de la montaña; soy realmente malo para romper el hielo conversando, para mi es una tarea titánica, tanto como tratar de comerme un Iceberg a cucharadas, así que antes de aparentar cualquier cosa, decidí relajarme y disertar fluidamente sobre mi concepción de la personalidad del Joey, que continuaba coleccionando sonrisas y comentarios de enternecimiento a su paso, haciendo uso intencional y malicioso de su mágico rostro. Justo cuando le contaba al Byron, que aunque parecía un animal extremadamente manso, en realidad era un feroz campeón de pelea, es decir más o menos de forma análoga a mi… Apareció un pequeño perrito negro y tuve que plantarme totalmente para contener la embestida abrasadora de su furia incontenible, si no lo hacía, probablemente mi fiel amigo hubiese arrancado de un mordisco las fauces de su congénere. Eso hizo que el pequeño dejo de incredulidad del Byron se esfume totalmente de su cara.
Llegamos al parque, y luego de ir por un helado, emprendimos la búsqueda de un lago para que el Joey pueda echarse a nadar. Caminamos mucho y conversamos poco, debe ser porque tenemos muy pocas cosas en común pensé yo, pero con el tiempo podremos compartir puntos de vista tan valiosos como distantes son el sol y las estrellas, dada la diversidad de puntos de vista que pueden llegar a tener personas de entornos tan diferentes. ¿Alguna vez te ha embargado el corazón ese sentimiento de esperanza que te hace creer en una utopía de forma casi instantánea? Cuando estaba ocupado pensando en ésa sensación que me producía caminar con el Byron y el Joey, divisé entre los bosques a un anciano con la mirada clavada sobre una mesa, decidí detenerme a observarlo, mientras mis dos compañeros jugaban con la pelota de fetch que había traído conmigo. El anciano tenía una facha de Santa Claus mezclado con Einstein, o algo por el estilo, estaba concentradísimo, sentado sobre un tronco con los ojos incrustados sobre su objetivo, casi inmóvil y totalmente desprendido de los estímulos externos que revoloteaban, como olores, colores y sobre todo sonidos, bajo el sol casi horizontal de la tarde. Me acerqué un poco más sigilosamente para no interrumpir su concentración; reconocí al instante las 64 casillas blancas y negras, y el reloj digital “Saitek” idéntico al que compró mi amigo Christian hace un año. “Brother, si está chévere el mecánico, pero con este podemos jugar blitz incremental, como se inventó Bobby…” apenas acabé de recordar esa frase, el anciano movió la dama blanca, esbozó una ligera sonrisa, dio una palmada al reloj y cambió de tronco, ¡para jugar esta vez con negras!
La partida se alargó ante mis ojos, de la misma forma que se alargan las sombras con la luz de la tarde, tenía un buen ángulo de vista y podía entender cómo estaban dispuestas las fichas; describir cada movimiento se me hace imposible, al analizar cada jugada, me llenaba la cabeza con esa sensación de estar en un campo lleno de cosas que no alcanzo a entender del todo, era exactamente como cuando leí por primera vez la partida del siglo entre Bobby y Spassky, brillante, sencillamente brillante, veía al anciano saltar de un lado al otro del tablero, con la lentitud marcada por el paso de los años pero simultáneamente con una lucidez que iluminaba el escenario, él era para mi, la más rápida de las máquinas de pensar enjaulada tristemente en la miseria de una armadura oxidada.
Al reloj, le quedaban apenas dos minutos a cada lado, el anciano parecía agitarse exponencialmente más a cada movimiento, apenas alcanzaba a cambiar de lado y su respiración se hacía pesada como si cada paso fuera un kilómetro recorrido de maratón.
Quedaban cinco segundos y yo apenas podía imaginar el desenlace final de la apasionante partida, cuando se levantó por última vez, se detuvo súbitamente y cayó estremecido en un shock, salté de mi escondite como un rayo, para salir corriendo a ayudarle, pero mi zapato se enredó con un tronco y rodé quebrada abajo perdiendo el conocimiento durante no sé cuanto tiempo.
Cuando por fin pude abrir los ojos, sentí la cara baboseada por el Joey y vi el rostro aliviado del Byron, me había dormido por apenas diez minutos, pero ambos habían estado muy preocupados… “Nada mal para nuestra primera salida” les dije mientras me ayudaban a incorporarme y reímos todos, traté de buscar al anciano y pregunté por él, pero me miraron con cara de “a este man le dieron alucinaciones con la caída”
Nos dirigimos al portón de ingreso para marchar de regreso hacia la escuela, sentada en pleno porche hallamos a una guapa que leía con avidez las páginas sociales del periódico. Muchas veces he buscado la mejor forma de describir qué me pasa cuando me quedo pasmado, sentir que se detiene el tiempo, que el corazón deja de latir, que el aire escapa totalmente de los pulmones, que el estómago se vacía y el alma se sale del cuerpo, todo eso me ocurrió al mismo tiempo cuando vi la foto del anciano impresa directamente frente a mi en el diario, “Muere el genio del ajedrez en Islandia…”
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