Ojalá todo el mundo tuviera el chance de gritarte a la cara, que eres un borracho cualquiera, porque así podrías demostrarles que están equivocados.
Sin embargo esa oportunidad se presenta en muy contadas ocasiones. En especial cuando no tienes por hábito someterte a una casi satánica sesión de alcoholizamiento en solitario, de esas en las que bebes y bebes y vuelves a beber y no paras hasta que sientes que tus manos se tuercen alejándose de tu cuerpo que permanece inmóvil; es como si tu alma quisiera irse de paseo por su propia cuenta y a ti no te importara, entonces le dejas que se largue y que haga lo que le da la gana.
Miras por el cuello de la botella como tratando de encontrar el pergamino que el náufrago izquierdoso debió haber depositado para ti. Abandonas tú cuerpo y te sumerges por el cuello de la botella, hacia esa realidad transparentemente vítrea en la que el tiempo se detiene y empiezas a dibujar el mundo físico como te da la gana. En medio del paradisíaco invernadero de estructura negra sobre el desierto de noche interminable, atraviesas la cámara oscura y repleta de mujeres de todas las razas completamente desnudas. A tu paso se someten, sucumben a la profundidad de tu mirada como si fueses el príncipe de las tinieblas gobernando con la mirada. De pronto un par de ojos azules se atreven a sostenerte la mirada y de los labios de carmín de una grácil mujer arábiga, se precipita sobre ti el mensaje:
“Purifica a esos aniñados con el fuego plástico de la verdad, y que se incineren hasta renacer, en los sueños de los demás”
Cuando ella terminó de hablarte la luz azul de sus ojos se desvaneció lentamente al igual que el harem de mujeres desnudas, la cámara, el invernadero, el desierto, la botella y todo se quedo en penumbra. Te quedaste profundamente dormido y todo lo que visualizaste se quedó velado, como un rollo de fotos expuesto a la radiación del sol que lo borra todo. Imposible recordar.
Una semana después, una llamada; es tu pana, el aniñado que trabaja en esa empresa multinacional de celulares, la que hace los teléfonos y les pone nombres numéricos de 4 dígitos, dice que está de cumpleaños y que quiere que caigas. Vos reflexionas antes de aceptar, imagínate entre tanto aniñado presumido ni si quiera vas a tener de qué hablar, pero te acuerdas de que algo algo rasgas la guitarra, y si te aprendes las canciones adecuadas por ahí le caes bien a alguna guapa y te la vas levantando. Aceptas.
Despertador, ducha, afeitada, desodorante, camisa blanca, pantaloncito de domingo, zapatos lustrados, cancionero de flamenco, botella de vino, taxi, timbre, discurso para aparentar, hola, encantado, vino, aguardiente, aguardiente con vino, whisky frío, whisky caliente, estuche, guitarra, canciones de flamenco, guapa, mirada, OJOS AZULES.
Tu corazón se volcó ¿has sentido alguna vez un dolor insoportable en el pecho que te deja inmovilizado? Tratas de pelearlo, tratas de evitarlo y correr, pero está sobre ti, te consume con su viscosa frialdad, tus pies se sumergen y mientras más pataleas por defenderte, más te hundes, es arena movediza que te aprisiona hasta que no queda nada. Has recordado el mensaje, y sabes que en el instrumento está preparada la sorpresa, pero ya estás demasiado hundido para pelear, tu tarea ya se ha llevado a cabo. Ahora solo debes sentarte a admirar tu macabra función, recuerdas el plan como si fuese un deja vu. Algún imbécil te pidió la guitarra y ahora la rasga con torpeza, es como un minino jugando con una bolita saltarina rellena de nitroglicerina.
¡Es que no se dan cuenta de lo que pasa! Te esfuerzas por gritar, por hacer algo, la muerte se avecina, un estallido fatal, el fuego que purifica, la incineración total, una veintena de aniñados cremados en vida. No puedes articular palabra, estás hundido, sumergido, atado, tus brazos entumecidos han dejado de responder y tu lengua yace impávida sobre tus dientes dejando escapar un largo hilo de saliva que se balancea de arriba abajo con hipnotizante suavidad.
El imbécil se ha cansado. Cámara lenta, miras su brazo alargarse como si fuese una planta carnívora ante la jugosa presencia de algún mamífero inferior. Crece, lentamente, al ritmo de las flores que estiran sus pétalos para recibir al sol de verano, sigue creciendo y en el extremo la guitarra pendulante, rubia, es hermosa, su laca está casi intacta, todavía tiene el mismo brillo que te cautivó hace dos décadas. Tu padre también se enamoró de ella, pero prefirió cedértela para que la hagas tuya, con tus dedos, para que aprendieses a hacerla gemir melodías sensuales como la mujer que se abstuvo durante demasiado tiempo de líbido y yace sedienta de sexo, queriendo espantar la frigidez que acecha impasible. El tiempo sigue su marcha, cada vez más despacio, ahora puedes admirar la gracia de cada uno de los músculos de sus dedos, son como pistones, cilindros, válvulas hidráulicas de aceite sanguíneo, aplica presión por acá y la liberas por allá, el mecanismo tarda en abrirse, cuando la presión haya terminado la guitarra caerá. Es el instante preciso, suspendida por la apenas despreciable fuerza de fricción del centímetro cuadrado de piel sobre la madera, el tiempo se sigue deteniendo y a tu mente vienen los recuerdos. Armaste con cuidado la bomba, para que sólo detonase ante el impacto de un golpe sordo y preciso. Fue difícil calibrar el afinador electrónico para que respondiese única y exclusivamente a aquella señal que se produce cuando botas el instrumento de canto. Suficiente explosivo para incendiarlo todo, estuviste en un trance cuando lo hiciste, todavía no habías salido de la botella, nadabas como un pez etílico, disfrutando de tu macabra alucinación, como si cada pieza que ensamblaste fuese un sorbo de pura redención.
El tiempo acabó de detenerse.
Al caer de canto tu instrumento produjo la frecuencia adecuada, y observaste cómo el oxígeno de la habitación se combinó con el maná de divina explosión, e instantáneo consumió las carnes magras de los aniñados rebosantes de júbilo en la habitación. El fuego inmortalizó sus sonrisas banales, descubrió sus rostros de la piel que los aprisionaba y volviste a dormir “hasta renacer, en los sueños de los demás”.